1. Que el cuerpo podía sanar desde dentro.

2. Que el sistema nervioso era el puente entre la vida y la función.

3. Que, al liberar sus interferencias, podía restaurarse el orden natural.

Aquella idea no fue recibida con aplausos. Fue atacada, ridiculizada y perseguida. Los primeros quiroprácticos fueron arrestados decenas de veces simplemente por ajustar.

Pero no se detuvieron. Sabían que estaban sosteniendo una verdad demasiado grande como para esconderla.

A lo largo de las décadas, la quiropráctica se fue expandiendo: de casa en casa, de ciudad en ciudad, de país en país... impulsada no por la fuerza política, sino por algo más poderoso: los resultados.

Gente que volvía a moverse. A dormir. A vivir.

Y así, poco a poco, fue reconocida en decenas de países como una profesión sanitaria legítima, con universidades, investigación y presencia en hospitales.

Pero no en todos.

En lugares como España, la historia parece repetirse. Hoy, más de un siglo después, los quiroprácticos siguen enfrentando el mismo tipo de resistencia. Denuncias, campañas de desprestigio y ataques desde colegios que, en lugar de dialogar, prefieren dividir.

Se les acusa de lo mismo que se acusó a Palmer: de desafiar el modelo establecido.

Y mientras tanto, miles de pacientes, los verdaderos protagonistas, siguen recibiendo el beneficio de los ajustes, siguen mejorando, siguen contando historias que la prensa ignora, siguen testimoniando que la quiropráctica no promete milagros, sino que respeta la inteligencia del cuerpo.

Y aunque hoy los quiroprácticos en España no tengan aún el reconocimiento legal que merecen, siguen haciendo lo que siempre ha movido a esta profesión: ajustar, educar y servir.